La niña que habita en mí no tiene padres.
Sus compañeros de patio le arrancaron las venas un día cualquiera mientras saltaba a la cuerda intentando únicamente ser feliz. El cordel se transformó inmediatamente en una cadena y el juego cedió paso a la herida. Ella hibernó en mi vientre. Yo crecí.
Desde entonces le murmuro una nana cada noche para intentar reanimarla, pero temo que se haya apagado ya toda su sangre. «¿Todavía guardas algún resquicio de luz, pequeña?». Pero nadie contesta.
Le tatué mi fuerza en la espalda para que olvidase las manos de cristal roto sobre la piel. Ambas somos huérfanas de la verdad en los ojos o en las palabras. Ella no soportaba la asfixia y por eso me buscó. Yo sobrevivo a tientas con el único anhelo de sentir en mí el pequeño tintineo de su inocencia.
Texto escrito para o proxecto Instintos básicos. Fotografía: Fran Cortizo